martes, 24 de septiembre de 2013

Lo curioso es que ahora me sabe todo distinto. Como si un mordisco en dirección a mi labio cambiase el curso de las cosas. Tienes ese poder, sí. Tienes ese puto poder de hacer que todo parezca más fácil, y que por momentos mis dedos se conviertan en enredaderas que van bajando por tu pecho hasta pegarse en la espalda. Y sin sonar violento, pero qué viaje.
Me quedaba exhausta cada vez que te hacía el amor y cuando te marchabas el morder la almohada me resultaba amargo, igual que el café sin azúcar que te tomabas cada mañana para salir a quemar el mundo. Ese fuego, era exactamente ese fuego el que me encendía a mí, el que conseguía que cada palmo de tu cuerpo fuese una ecuación de segundo grado que no quería resolver para poder repetir el procedimiento. Una vez, y otra. Antes de conocerte creía que el sexo sin amor era igual que el dolor sin verso: tan banal e insustancial como cualquier vacío que se pudiese llenar con algo de dinero, pero contigo era distinto. No te follaba, o sí lo hacía pero no como lo suele hacer el resto de gente, diciendo te quiero antes o después para que quedase constancia de lo que se estaba llevando a cabo.
A mí me gustaba como me mirabas: como si por cada embestida te dejases un trozo de alma entre mis piernas, y que con tu media sonrisa se acabase toda la mierda: ni crisis, ni currículos rechazados, ni contaminación ni políticos corruptos. Yo era consciente de que todo el mundo mentía pero que no había nada más real que eso. Orgasmos sin azúcar y aún así sabían dulces, pero sin empalagar, porque ya sabías que a mí no me gusta eso. Yo quería amor sin destilar, sin matices ni convenciones. Yo quería estar contigo sin ser tuya, y a ti te enamoraba que fuese de todos y de nadie a la vez. Estaba borracha, sí. Borracha de ira, borracha de tus manos en mis piernas suplicándome una tregua, que querer tan fuerte no podía ser bueno, me decías.

Y ya sé que no, y que todo en exceso no es bueno. Pero me gustaba tenerte en mi cama porque sentía lo mismo que al leer poesía: deseos irrefrenables de sentir bien dentro, en cualquiera de los sentidos. De palpar la ira cuando no sé controlarte por no querer poseerte, de mirar el reloj y cagarme en la puta porque sé que tarde o temprano te vas a tener que marchar.
Y lo sé.
Y lo sabes.
Y también sabemos que el para siempre solo existe en las despedidas, de la mano del hasta nunca. Así que vete. Vete y déjame escribirte otras cien cartas, que así el adiós volverá a saberme dulce y querré dar la bienvenida de nuevo a alguien.

Aunque no sepa hacerme temblar del modo que lo haces tú.


Amor

Amor. 
Amor como escudo. 
Amor como arma de doble filo. 
Amor como calma y amor como tormento. 
Amor como fuego que quema sin doler. 
Amor. 
Amor como error intencionado. 
Amor como convención social o amor como queramos amarnos. 
Amor secreto, amor hablado. 
Amor como miedo y como vía de escape de él.
Amor como motor o como freno. 
Amor como principio y como fin.
Amor inexplicable e incomprensible, como la vida. 

Supongo que los dos están hechos con el mismo cuero, lo complicado es aprender a curtirlo.


Y aquí la masterpiece que me ha inspirado...





"The kiss" Serge Bramly y Jean Coulon

domingo, 15 de septiembre de 2013

¿Y si cambiando el diccionario pudiéramos ser más felices?

Buda decía que somos lo que pensamos, y dándole vueltas al asunto me gustó creer que antes de abrir la boca la mayoría de nosotros habíamos procesado las palabras, y por lo tanto, éramos en parte también lo que decimos.
Las personas parece que hayamos nacido con un afán sobrehumano de necesitar y poseer. Necesitar y poseer cosas, personas, lugares, momentos, gestos, lo que sea con tal de tener esos vocablos en la boca. La cosa es, ¿se han preguntado alguna vez lo que realmente significa "necesitar"? La Real Academia Española define la necesidad como la "Carencia de las cosas que son menester para la conservación de la vida". Partiendo de esa base, cada vez que decimos necesitar algo se supone que nos acercamos a la muerte, porque dicha cosa nos falta y eso nos entristece enormemente, como si al parecer nos quitase un pedazo de vida. 
Si además sumamos a esa "necesititis" la voluntad de poseer para ser, el combo acaba reventando, lo que nos produce inseguridades: inseguridad de que se acabe, inseguridad de perder algo, inseguridad de que eso, él, o ella dejen de ser míos, inseguridad por si no valemos lo suficiente como para ser poseedores de... ¿ansiedad y tristeza?
Ya basta. Estoy cansada de personas amando cosas y poseyéndose entre ellas. Deberíamos empezar a plantearnos nuestra existencia como un ser individual que se posee a sí  mismo: a sus ideas, a su cuerpo, a su voz y a su destino, y que necesita respirar, comer, beber y relacionarse (en cualquiera de los ámbitos que se os pasen por la cabeza) para ser feliz. Y los demás son sencillamente apéndices que contribuyen a elevar todavía más esa felicidad, pero no a completarla, porque ese "yo" ya sería un ser completo solo. Y creo que ahí estaría la magia, en eliminar esos vínculos de duración, dependencia y posesión para poder vivir tranquilos y verdaderamente dar lo mejor de nosotros sin pensar en las consecuencias.

¿Y si borramos de nuestro diccionario interior las palabras "mío", "necesitar" y "para siempre"?



lunes, 9 de septiembre de 2013

Infinito

De niña leí una vez en una revista de adultos (ya sé que no es lo normal, pero es que acostumbraba a leer hasta las etiquetas de las botellas de agua) que cuando uno estaba triste no debía escuchar canciones alegres. Me tomé la norma a rajatabla, y me di cuenta de que realmente funcionaba, que ese arte, al estar hecho con amor yo también era capaz de entenderlo.
El problema llegó cuando me di cuenta de que cada vez más, eran todo canciones tristes: en la radio, en la televisión... todas hablando de lo solo que se sentía uno, de lo mucho que necesitaba a alguien o de todo el bien que le hacía un amor ya muerto que sumaban a la depresión crónica del resto de humanos que se dedicaban a escucharlas.
¿Saben? Estuve muchos años escuchando aquellas letras que no hacían más que recordar lo poco que valía alguien sin el amor ajeno, o el poco sentido que tenía la vida sin él y me di cuenta de lo contagioso que podía llegar a ser ese sentimiento.
Todos buscamos lo mismo. Un amor incondicional, una historia de cuento, hadas revoloteando y solo sentir esa infinidad en nuestra alma. Señoras, señores, permítanme darle una patada a Walt Disney en el culo y decirles algo que todos sabemos, pero ninguno quiere admitir: el "para siempre" no existe. Y no es falta de romanticismo, sino una dosis de realismo en vena, porque el romanticismo va más allá de todo eso.
No son cartas, ni velas, ni una suite en el hotel más caro del mundo. Las cosas más importantes suelen decirse en silencio, y ese es el verdadero romanticismo, entregarle a alguien lo mejor de ti sabiendo que algún día acabará y no por ello tener que frustrarte.
Nos han enseñado los finales como algo negativo, pero forma parte de los inicios nuevos por muy dolorosos que puedan resultarnos. Echar de menos duele, pero estar dispuesto a llenarse de algo más es mucho más satisfactorio, porque al final con quien vivimos es ni más ni menos que con nosotros mismos.