viernes, 21 de agosto de 2015

O3

Qué podía hacerle yo, si te volvías más real a medida que a la pintura le añadía agua.
El día que te fuiste me dijiste que fue por culpa de la presión atmosférica: que te dolía la cabeza en las nubes, y que yo era demasiado cabezota para quererme bajar de ellas. Que no era un tema de centímetros sino de poder tocarnos, de que yo buscaba en tus brazos las líneas de unos que un día dibujé, o encontré descritos en la página de un libro y me parecían ciertos. Porque algo así era la verdad conmigo, un intangible que yo andaba buscando a tropezones dando vueltas mientras veía sin mirar. La línea segura de todo lo que parecía para no saber encontrarse: “venga, Ane, háblame del mar”, y yo lo describía sin haberlo tocado. Pero te gustaba escuchar y a mí contarte, aunque jamás te llevase a mirarlo. Como el valiente que sabe del precipicio sin haberse atrevido a saltar.

Éramos sombras – o puede que solo lo fuese yo, pero hablar en plural siempre nos ha dolido menos – buscando la luz, pero siempre en espectros distintos. “Yo no te quise nunca” como disculpa, “…o no te supe querer” como secuela. El dibujo de un faro en una habitación sin ventanas. Y la culpa, siempre la culpa. De buscar algo ahí arriba con la ese de supremo, subjetivo o sarcástico, satírico cuando tenerlo en frente implicaba no saber parar de correr. El egoísmo humano de desear algo y al encontrarlo querer hacerlo más grande hasta que explota. La estupidez disfrazada de ambición, la soledad disfrazada de meta.

Todo eso lo aprendí cuando el hecho se hizo recuerdo. Mientras te alejabas se volvía todo claro: tan cierto, tan contrario y tan lógico. La verdad dos veces: piel sobre piel,  llanto sobre llanto. Mentira sobre mentira y menos por menos da más. Nube sobre nube, cielo sobre cielo, suelo sobre suelo y yo sobre mí, y sin verme hallarme cierta. Pie sobre pie, tropiezo sobre tropiezo, dibujo sobre dibujo y de repente tú, como la sombra que asomaba y yo sin doblar la esquina. Miedo sobre miedo, blanco sobre blanco y la bala ahí: en medio de la diana, donde yo solo intuyo mientras tú ves y yo me poso cuando atraviesas. Tan lejos y a la vez tan cerca, como tenerte solo cuando te pienso mientras te vas.

 Y por bajar de las nubes, al fin, hacer del suelo el cielo, y de tus manos el espacio: como si no hubiera más verdad que la que nace de ti en mí, de mi en ti, de tú conmigo.

Era yo quién tenía miedo a las alturas porque verte significaba caer.