lunes, 7 de julio de 2014

Arquitecto

Lo mejor -y lo peor- de todo lo que se rompe es que siempre aprendemos a construir algo.

Contigo aprendí que hay arritmias necesarias, y que el amor no se mide en abrazos ni en faltas de aliento sino en la capacidad exponencial de acelerar el pulso ajeno sin ponerse una mano encima. En el vértigo que causa el salto al vacío con alguien incluso a kilómetros de distancia, o el creer eternamente en el calor de un cuerpo a pesar de saber que en el momento menos pensado va a tener que marcharse. También entendí que todas las armas que me apuntaban podía dispararlas a quemarropa contra el mundo, porque el eco de entre líneas también deja cicatriz, y que todo lo que sale de dentro retumba más fuerte en los demás aunque el eco sea silencioso.

Gracias a ti logré comprenderme, y supe que aunque tarde o temprano te fueses, las musas también existen en formato nostalgia y llevan siempre bajo el brazo un puñado de folios, por si algún día te marchabas y a mi me ocurría volver a buscarte. Ya decía Escandar que estuviese grieta antes de echar a correr; lo que él no sabía es que se trataba de una contrarreloj, y nosotros decidimos hacerla andando hasta que nos asustamos porque nadíe nos había contado que el amor también sangra y se pone feo. Aprendí a tener más miedo a los días normales que a las despedidas, y es que contigo entendí que la levedad del hombre asustaba mucho más cuando uno sabe que la persona que necesita oír no volverá a llamar, que cuando te marchas tú mismo y sabes que nadie va a echarte de menos.
Entendí que los vacíos llenos de nada no eran una oda al derrotismo si se utilizaban de manera adecuada. Que las asimetrías no siempre eran injustas y que todo lo que amas igual que da vida puede empezar a matarte, y no por eso vas a morir.


O no. Puede que todo eso lo leyese en algún libro. Lo que sí es cierto es que contigo aprendí que la colección de heridas que llevaba años cargando a cuestas podían convertirse en poesía, y eso nadie me lo había enseñado nunca