lunes, 3 de diciembre de 2012

A veces me perdía

Bajo la tenue luz de aquella lámpara ya nada nos daba miedo. Yo pequeñita a tu lado, agachando la barbilla y sonriendo como una niña. Recuerdo que me diste uno de aquellos abrazos que empiezan por los ojos; rozaste cada poro de mi piel con las yemas de tus dedos en una caricia infinita, sin hacer ni pizca de fuerza. Después apoyaste la cabeza sobre mi hombro. El silencio no era el de siempre, parecía tener música y no eran las agujas del reloj. Te oía respirar, quizás era eso. Me encogí un momento y tú lo hiciste conmigo, y como un nenúfar cuando está a punto de abrirse me soltaste y nos volvimos a quedar cada uno en su lugar. Yo, sentada, apoyada en esa pared color melocotón con una mano dibujando laberintos sobre el brazo. Y tú, tan maravillado o tan indiferente como siempre sencillamente observabas. Era uno de aquellos momentos en que el ser humano es capaz de detener el tiempo y hacerlo suyo para siempre. Quizás no tenía nada en especial para recordar, pero puede que la magia se encontrase allí.
Me mirabas con los ojos de quien ha encontrado el remedio para saciar su hambre de vida, como si de pronto se abriera un universo en mi. Y yo, te miraba con los ojos de quien tiene las manos frías y el corazón caliente; a veces me perdía porque me asustaba que me encontrases. 
Te advirtieron y te dijeron que "hacer el amor con ella era como tener sexo a kilómetros de distancia, el contacto físico era evidente pero su alma parecía estar en otro lugar". Seguramente el alimento estaba precisamente allí, en que dejaste de tener sexo para hacerle el amor a un alma virgen.

1 comentario: