martes, 13 de abril de 2010





Aquella noche también le gritó al teléfono móvil como muchas otras, que por favor respondiese a su mensaje. No pedía un manuscrito embotellado, ni mucho menos. Tansolo una señal. Pasó la noche en vela observando aquella pequeña pantalla. Nada, ni una luz. Tansolo el titubeo de una pequeña luz amarilla que permitía ver que el teléfono seguía encendido. En realidad le hubiese gustado que se apagase. Que se apagase el teléfono y con él todas las luces del universo. Sin darse cuenta había vuelto a caer al mismo pozo sin fondo. ¿ Miedo ? No, ya no era miedo, conocía aquél hoyo como si fuese su propio hogar, y también sus paredes. Pero ella no quería estar allí, esta vez sabía que si volvía a resbalar, tocaría fondo y las llagas de sus manos arderían más que nunca. Arderían de tal manera que no la dejarían volver a escalar.
Volvió a mirar el maldito aparato que la atormentaba. Nada. Seguía sin dar señales. Le vinieron a cabeza todo lo que escuchó, todas las palabras, todos los silencios. Todo. Y de repente se dió cuenta de que aquél todo se convirtió en nada. Que la misma fuerza que la hundió la cogió en brazos y la hizo volar de nuevo.
Así funciona el mundo, caer, levantar, temer.
Amar, día a día, segundo a segundo, instante a instante.
Jugar a quererse sin miedo a perder.

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