lunes, 25 de abril de 2016

17:43 | Lunes

Usamos
cualquier patio en la ciudad
como escondrijo.
Con ojos de búho
piel de serpiente,
mirada de gato,
y vidas de más.
Seis malgastadas
en historias mediocres
y la última,
que a veces se vive primera,
quiso acabar con nosotros.

Colgué las sábanas
sin lavarlas antes
para secar
los recuerdos al sol
y dejar que la lluvia
se llevase el tedio:
la luna creciente
nos vio menguar,
llenarnos
y nacer de nuevo.

Las farolas
se daban la vuelta
y hacían de cuerda.
Yo montaba sobre ti
como en un monociclo,
torpe.
Y las mujeres
y los niños
aplaudían en sus casas
a la televisión.

El humo de un cigarro
alimentaba el ansia
de siguiente,
y otro,
y otro.
Las sábanas
empezaban a secar.

Se oían nanas
a media tarde.
Platos chocando entre ellos,
dedos rozarse,
olores a vainilla huidizos.
Mi huella en tu mano
y un silencio
permanente.
Marcas de bala
en la esquina
de una habitación.

Intimidades olvidadas
por zancadillas emocionales.
Recuerdos rugosos
de una etapa extraña.


Unas sábanas ardiendo
como papel de fumar.

viernes, 8 de enero de 2016

La última vez que te vi

Siempre
nos quedan asaltos.

La última vez que te vi
fue también en invierno.
No sabes nada 
del frío;
creímos por un momento
que igual te podía tumbar.

La última vez que te vi
estabas igual que siempre:
alegre y sonriente,
con los puños preparados para pelear
pero nunca en guardia.

Cada vez que te digo adiós
me pregunto cómo lo haces
o cómo lo has hecho hasta hoy
para no esquivar ningún golpe
y sin embargo
jamás permitir que te hieran.

Te quiero
porque sabes luchar
con las mejores armas
y sin nunca 
hacer daño a nadie. 




La última vez que te vi, lo único que me rondaba por la cabeza es que no he conocido jamás a alguien tan sabio como tú, solo por el simple hecho de cómo has sabido amar hasta el último momento de tu vida a todo lo que te rodea. Por la fe que ponías en todo y en todos día sí y día también. Estoy convencida de que no encontraré a nadie en el mundo que sepa querer tan bien, pero ya que he tenido el ejemplo, por lo menos voy a intentarlo. 

martes, 10 de noviembre de 2015

No los creas

No los creas 
si te dicen 
que la vida es una carrera,
que debes llegar primera
y solo sientes 
que te asfixias 
sin ver metas. 

No los creas
cuando comparen
y hablen fuerte,
cuando silben 
o denigren
cualquier parte de tu ser.
Cuando intenten hacerte creer
que los hay mejores.
Cuando no seas capaz de ver
que simplemente
son distintos.

No los creas
cuando nos ponen de frente
y en vez de espejos 
vemos armas 
y escudos
con los que pelear,
no vinimos en contra,
vinimos juntas 
y para formar un ejército.
No 
somos
el enemigo.

No los creas 
cuando pretendan
que seas tan puta
como libre.
Que tú
mi niña
eres tan puta como quieres
y tan libre como decides,
y por todo eso te tengo al lado
y por todo eso te quiero.

No los creas
cuando se llenen la boca
de palabras insignificantes.
Cuando te digan 
que estás por debajo
es porque yo 
te estoy esperando arriba.

Y nunca
nunca
nunca
voy a marcharme
sin ti.

sábado, 26 de septiembre de 2015

A IV

Dime, 
quién puede bailar con ella
si es tsunami
en el desierto,
¿quién?
Si es la locura
en el cuerdo
y la lógica
del loco,
¿quién puede 
bailar con ella?
Dime,
quién puede bailar con ella
si es el hogar
del ermitaño,
el sexo oculto
de un ángel,
la pasión irrefrenada
del impulso contenido,
¿quién puede?
Quién puede
si es carcajada
cuando duele.
Si sabe 
que la música
no siempre amansa
a las fieras.
Que veces hace lo que debe
y las saca a bailar. 

Dime
quién puede,
si se siente
en la ignorancia
y se piensa
desde el pecho,
pobre tonta.
Haciendo cálculos
con las palabras.
Quién puede
bailar con ella
si de las camas
hace catálogos 
de vértigo.
Si colecciona
los silencios llenos
de conversaciones
vacías.
Quién puede
si ella es el fuego
que arde en aguas
con las que el viento
agrieta la tierra
y baila,
baila,
baila.
Siempre baila sola
para que no 
le pisen
los pies. 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

In(f)vierno

Puñado de huesos,
saco de llantos,
manos heladas.
Plexo de mariposas
o plantas carnívoras.
Dime de dónde sale el invierno.
Dime por qué sabes del infierno
si nadie
se ha atrevido a subir
para contarlo.

Manos
y corazón de mendigo,
manos
y corazón de feriante,
prometiendo dar
lo que no tienen
y pidiendo
su otra mitad.
Dime de dónde sale el invierno.
Dime por qué sabes del frío,
cuenta qué te hace temblar.

Corazón de jaula,
amor de candado,
boca de llave maestra
y sonrisa de pobre.
Piernas de fugitivo,
oídos de ciego
que escuchan
pero no dejan ver.
Mano de santo
sin remedio,
dime de dónde sale el invierno.
Dime si no era tan frío
que te acabó quemando
y ya no lo distingues.

Alma de guerrero,
cuerpo de mujer,
despecho del feo,
rencor de la mal querida,
amor de huérfana,
miedo de kamikaze,
y luego,
cariño,
dirán que tú eres fría.

Mi amor, dime lo que sabes del in(f)vierno.

viernes, 21 de agosto de 2015

O3

Qué podía hacerle yo, si te volvías más real a medida que a la pintura le añadía agua.
El día que te fuiste me dijiste que fue por culpa de la presión atmosférica: que te dolía la cabeza en las nubes, y que yo era demasiado cabezota para quererme bajar de ellas. Que no era un tema de centímetros sino de poder tocarnos, de que yo buscaba en tus brazos las líneas de unos que un día dibujé, o encontré descritos en la página de un libro y me parecían ciertos. Porque algo así era la verdad conmigo, un intangible que yo andaba buscando a tropezones dando vueltas mientras veía sin mirar. La línea segura de todo lo que parecía para no saber encontrarse: “venga, Ane, háblame del mar”, y yo lo describía sin haberlo tocado. Pero te gustaba escuchar y a mí contarte, aunque jamás te llevase a mirarlo. Como el valiente que sabe del precipicio sin haberse atrevido a saltar.

Éramos sombras – o puede que solo lo fuese yo, pero hablar en plural siempre nos ha dolido menos – buscando la luz, pero siempre en espectros distintos. “Yo no te quise nunca” como disculpa, “…o no te supe querer” como secuela. El dibujo de un faro en una habitación sin ventanas. Y la culpa, siempre la culpa. De buscar algo ahí arriba con la ese de supremo, subjetivo o sarcástico, satírico cuando tenerlo en frente implicaba no saber parar de correr. El egoísmo humano de desear algo y al encontrarlo querer hacerlo más grande hasta que explota. La estupidez disfrazada de ambición, la soledad disfrazada de meta.

Todo eso lo aprendí cuando el hecho se hizo recuerdo. Mientras te alejabas se volvía todo claro: tan cierto, tan contrario y tan lógico. La verdad dos veces: piel sobre piel,  llanto sobre llanto. Mentira sobre mentira y menos por menos da más. Nube sobre nube, cielo sobre cielo, suelo sobre suelo y yo sobre mí, y sin verme hallarme cierta. Pie sobre pie, tropiezo sobre tropiezo, dibujo sobre dibujo y de repente tú, como la sombra que asomaba y yo sin doblar la esquina. Miedo sobre miedo, blanco sobre blanco y la bala ahí: en medio de la diana, donde yo solo intuyo mientras tú ves y yo me poso cuando atraviesas. Tan lejos y a la vez tan cerca, como tenerte solo cuando te pienso mientras te vas.

 Y por bajar de las nubes, al fin, hacer del suelo el cielo, y de tus manos el espacio: como si no hubiera más verdad que la que nace de ti en mí, de mi en ti, de tú conmigo.

Era yo quién tenía miedo a las alturas porque verte significaba caer. 

jueves, 11 de junio de 2015

Feo

Se le dibujaba sobre el labio una cicatriz curiosa. Lo justificaba diciendo que era culpa de las “ideas de bombero de cuando era un niño”, y yo me reía por dentro pensando en que siempre queremos lo que no podemos tener mientras rechazamos lo que somos. Tanta capacidad de incendio para después querer ser ascuas o apagarnos.

Era feo. Feo con avaricia, como dijo mi abuela la primera vez que lo vio. Tenía los ojos pequeños y al reírse no veía un pijo. Los dientes mal puestos, la nariz grande, se peinaba poco. Dormía en una habitación pequeña con una cama demasiado ancha y el suelo demasiado frío. Armarios demasiado grandes, como para guardar todas las ausencias del mundo y dejar que el invierno se quedase allí y no cambiar la ropa nunca. No tenía puerta pero sí una ventana grande. “Por si algún día me da por saltar”, bromeaba, pero en el fondo yo sabía que eso era solo otra forma de volar. Vivía demasiado arriba.

Era feo. Feo de los que están llenos de cicatrices que cuentan historias de las que nadie escucha. Feo. De los que cansan por hablar demasiado de cosas que nadie entiende. Feo de no estar comedido, de no estar controlado. Feo, como cuando se hacía demasiadas preguntas. Como cuando coleccionaba libros sobre temas absurdos y se quedaba encerrado en su habitación. Seguía siendo feo. Con esa sonrisa incendiaria por la que jamás saltarían alarmas, y su manera de mover las manos mientras soñaba. O la de abrir los ojos cuando lo hacía.

No lo sé, pero era feo. Feo de brazos grandes y pecho egoísta, buscando siempre regalar un aliento de más y un llanto de menos, queriendo dar sin necesitar, porque necesitar era una palabra muy fea. Feo, cuando se abría a mí y de pronto los abismos se volvían universos llenos de luz. Feo cuando el absurdo era la necesidad de palabras, el dudar del verbo estar, carecer del verbo ser. Era feo cuando dudaba y cuando hacía, pero hacía siempre.

Y estaba lleno de heridas, y a veces sangraba. Y después sonreía, y me miraba con cara de lunes diciendo: “hoy se empieza de nuevo”. Y mordía el polvo, lo soplaba, y parecía que siempre se quedaba con hambre. Y me esperaba en esa misma esquina por la que nunca pasaba nadie excepto yo cuando quería llegar a casa por un camino distinto. Y estaba ahí, y era feo. Horriblemente lleno de alma, otra vez con la cicatriz sobre el labio.

“No te apagues nunca”, le dije un día. Y él no me entendió.

Lo observé de lejos mientras me esperaba. Por la misma calle pasó otro chico de largo y se lo quedó mirando. Era feo. Él sin embargo era guapo. Tenía una planta maravillosa y parecía que la ciudad se vistiese para saludarlo todos los días. Andaba recto, sin perder la compostura. De esos que cortan la respiración cuando los ves venir.

Pasé otra vez la esquina, y para aquél entonces el feo ya no estaba. Había subido a su habitación otra vez. “Peligro de incendio”, rezaba su ventana.

“El mundo necesita gente que arda”, grité desde la acera.

Entonces salió, hizo una mueca extraña y me invitó a subir. Y yo volví a observarlo pensando que era feo. Feo de esos que te enseñan que quizás la belleza era otra cosa.