viernes, 24 de mayo de 2013

Desde las alturas

El grito ensordecedor de aquella ciudad en llamas me abrazaba y me llenaba la cabeza de interrogantes. De pronto todas las formas que de día obviábamos desaparecían en la penumbra dejando ver tímidamente su silueta y en un segundo se volvían fascinantes. Se encendían lámparas en las cocinas y se apagaban lentamente las farolas, creando ese espectáculo de sombras chinas. Entonces empecé a preguntarme si todas aquellas luces estaban encendidas por algún motivo, o si aquellos que lo habían hecho querían decirme algo. Me gusta pensar que sí, que esas pequeñas luciérnagas en la distancia lanzaban algún tipo de mensaje a la nada mientras yo, con las manos frías me dedicaba a a escuchar el silencio y a buscar nuevos rincones en los que poner a correr a mis sueños.
Era maravilloso emplear tanto tiempo observando algo que había visto tantas veces, y sin embargo tenía la capacidad de maravillarme con sus propios detalles. Entonces un pensamiento inundó mi mente por completo y me hizo agachar la cabeza; tenía las mismas vistas todos los días, y sin embargo, hasta que no se apagaba la luz no me daba cuenta de cuanto me gustaba aquel lugar. Entristecí rápidamente, porque me di cuenta de que a veces, los seres humanos también actuamos así. Dejamos la luz encendida siempre, tanto que al final nos acostumbramos a la ceguera que provoca y después no nos molestamos en buscar el interruptor.

Y no quise. Me aterró la idea de pensar que quizás tenía varios focos encendidos, y que muy probablemente muchos otros lo tenían encendido hacia mí. Así que me quedé en la azotea disfrutando de las alturas, y dándome cuenta de que a veces es mejor apagar la luz un minuto que perderla para siempre.


Porque nadie se merece que necesiten perderlo para saber que algún día lo encontraron.




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