Perdón por si alguna vez no estuve a la altura, no supe dar lo
que debía, o por mi cabezonería innata en según qué cosas. Lo siento si fui
egoísta en algún momento, o si te hice daño sin querer. Aunque eso ya no
importa. Llegados a este punto las disculpas tienen el mismo precio que el de las
lágrimas o el de los suspiros: nada, y la nada me sabe a poco. Podría decir “te
quise”, incluso el “te quiero” seguiría funcionando. Sí, mira. Te quiero. No te
ofendas ni te asustes al leerlo, que no voy a ponerte cuerdas. Y por la misma
línea sigo:
Qué feliz me has
hecho. Cuánto caos, cuánta calma. Qué albergue tan cómodo tu pecho para
corazones sin miedo al dolor, y qué rápido se hacía de noche cuando soñábamos
despiertos durante toda la tarde. Y eso sí que importa ahora, porque a pesar de
todos los llantos puedo recordarte y sonreír. Recrearte, recrearnos, y no
querer eliminar la historia. Demostrar que lo que bien empieza también es capaz
de acabar, pero no tan mal como Murphy lo hubiese querido. Porque fuiste y
serás siempre mi primer pretérito perfecto de indicativo, pero también mi
afirmación del presente y una gran lección.
Al fin y al cabo, tú.