No te imaginas cuanto me aburren los domingos sin contar
lunares en tu espalda. Me he comprado un mapa astral y ni con esas; parece
mentira que incluso a oscuras pudieses tener tanta luz –o yo tantas ganas de
convertirte en luciérnaga aunque no fuese así. Ya sabes que me asusta la
oscuridad y me encantan las excusas. Como pedirte en voz baja después de
hacerme la dura que te quedes diez minutos más, y tu cara en el espejo a las
seis de la mañana, con los ojos a medio abrir y la sonrisa ya puesta. Qué bien
te sienta que te quiera a ratos. Y a mí que me desordenes la vida.
Me pido para siempre matarte de hambre en los desayunos a
besos, y el ser la envidia del mundo por recibir todos los tuyos. A eso siempre
te dejaré que ganes, porque no soy lo suficientemente cabezota como para
negarme a ello. Te prometo que para mantenerlo trataré cada segundo de hacerlo
tan especial como pueda. Gritar más en silencio y hablar más con los ojos
aunque tú no lo entiendas, pero seas capaz de sentirlo y a mí con eso me valga
– porque sé que descifrar esos jeroglíficos es la excusa perfecta para que te
quedes un día más. Escribir poesías sobre el compás al que se mueve tu pecho y
bailar un vals con cada aliento. Y no contártelo nunca, pero decirte mientras
duermes que eres la historia más bonita que podría haber escrito con los pies.
Y que tú al saberlo sonrías. Qué bien te sienta (que te quiera a ratos). Y a mí
que me desordenes la vida.
Que me valgas todos los días incluso ganando peso y que la
única costura que tenga valor de destrozarse sea la de la comisura de nuestros
labios de tanto reírnos. En el fondo es buena idea, yo sé remendarlas a besos. Tener
para siempre como comodín en los días malos reordenar los puntos cardinales de
tu cuerpo para no perder jamás el norte y que tú midas centímetro a centímetro
mis piernas cada vez que creo no estar a la altura. Qué bien te sienta que te quiera a ratos. Y a
mí que me desordenes la vida.
Qué bien me sientas.