lunes, 17 de diciembre de 2012

A dos mil revoluciones por segundo

Cuando era pequeña mi padre tenía la fea costumbre de decirme que no me diese prisa por crecer ni por alcanzar las metas, que todo llegaba si esperaba y si tenía que llegar. Yo obedecía con la calma de una niña pero a la vez deseaba la vida con la inquietud y la pasión de todas las cosas que estaban prohibidas.
Quería ser. Pero no ser y punto; quería ser mago, arquitecta, cocinera, torera, bombero, médico, fisioterapeuta, bailarina, muñeca -sí, como todas las niñas, no vayan a poner cara de sorprendidos-, sirena, princesa, modelo, actriz... y de hecho lo era. Cuando soñaba despierta era capaz de llegar a las nubes de un salto, curar la más dura enfermedad y vivir la historia de amor más bonita del mundo con un príncipe menos afeminado que el de las películas de Disney -eran adorables, pero con perspectiva solamente hubieran sido nuestro mejor amigo.
Yo quería y podía ser. Al igual que él, ella y todos nosotros, a pesar de las trabas que me pusieran.
Con el tiempo los años empezaron a darle la razón a papá. Al "lo que tenga que llegar llegará", pero no al "todo llega si esperas".
Yo esperaba conseguir entrar en la carrera de medicina, aprobar los exámenes de física en el instituto. No hubo suerte. Yo esperaba medir metro ochenta y ser una muñeca "noventa-sesenta-noventa". No hubo suerte. Yo esperaba una historia de amor de cuento y me dí cuenta de que no existían los príncipes azules, ni los verdes, ni los rojos -es un secreto, pero a las noches se les cae la capa y si la lavan destiñe. Yo, al igual que todos esperaba. ¿A qué? No lo sé.
Desde luego tenía claro que no aparecería un letrero luminoso diciéndome "Soy una señal, ahora podrás hacerlo.". Pero, ¿cómo se suponía que debía conseguir lo que quería si la suerte no estaba de mi parte o no quería llegar en ese instante?
Fue entonces cuando me volví algo más inconformista. Le di una patada al puñado de consejos de mi padre y decidí volver a querer ser. Una princesa, un hada, la mujer de un sultán y un pájaro que echaba fuego por las orejas.
Cuando crecemos dejamos de soñar. Nos agarramos a la realidad como a un clavo ardiente e intentamos quedarnos siempre en el mismo lugar. Estables. Quietos. Inmóviles. Sin tormentas ni dolores que nos hagan perder el rumbo, y si hay algún cambio que sea positivo y por culpa de la suerte.
No. La suerte, al igual que cualquier facultad humana y no divina es hipertrofiable. La suerte es esfuerzo. La suerte es valor. La suerte es intentar. Es no esperar a que llegue sino llegar y que espere el resto. Fallar y volver a intentar. La suerte es levantarte un lunes a las ocho de la mañana y decir ¡joder, voy a cumplir mis sueños y me da igual lo que cueste!. La suerte es no poner tiempo a las cosas. La suerte es amor.

La suerte no es más que la voluntad de un niño actuando en un adulto a dos mil revoluciones por segundo.

lunes, 3 de diciembre de 2012

A veces me perdía

Bajo la tenue luz de aquella lámpara ya nada nos daba miedo. Yo pequeñita a tu lado, agachando la barbilla y sonriendo como una niña. Recuerdo que me diste uno de aquellos abrazos que empiezan por los ojos; rozaste cada poro de mi piel con las yemas de tus dedos en una caricia infinita, sin hacer ni pizca de fuerza. Después apoyaste la cabeza sobre mi hombro. El silencio no era el de siempre, parecía tener música y no eran las agujas del reloj. Te oía respirar, quizás era eso. Me encogí un momento y tú lo hiciste conmigo, y como un nenúfar cuando está a punto de abrirse me soltaste y nos volvimos a quedar cada uno en su lugar. Yo, sentada, apoyada en esa pared color melocotón con una mano dibujando laberintos sobre el brazo. Y tú, tan maravillado o tan indiferente como siempre sencillamente observabas. Era uno de aquellos momentos en que el ser humano es capaz de detener el tiempo y hacerlo suyo para siempre. Quizás no tenía nada en especial para recordar, pero puede que la magia se encontrase allí.
Me mirabas con los ojos de quien ha encontrado el remedio para saciar su hambre de vida, como si de pronto se abriera un universo en mi. Y yo, te miraba con los ojos de quien tiene las manos frías y el corazón caliente; a veces me perdía porque me asustaba que me encontrases. 
Te advirtieron y te dijeron que "hacer el amor con ella era como tener sexo a kilómetros de distancia, el contacto físico era evidente pero su alma parecía estar en otro lugar". Seguramente el alimento estaba precisamente allí, en que dejaste de tener sexo para hacerle el amor a un alma virgen.